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miércoles, 2 de enero de 2013 | By: Luis Alberto Medina Huamaní

LA PROMESA



Atardecía en el pueblo y los últimos rayos de luz se proyectaban sobre los picos más altos de las montañas y las llanuras más lejanas. Humeaban las primeras casas y los niños retozaban bulliciosos mientras terminaban las labores domésticas. Había entre los montes y la arboleda  pájaros despintados como las tardes de otoño. Las piedras eran rojas; la tierra roja, tostada; los montes azules, el río seco. El sol, enorme, como un inmenso ojo amarillo que mira la Tierra desde el cielo pálido, se hundía a través del horizonte en un lecho de olas de viento y sábanas arenosas y de blancas nubes. Algún pájaro de mal agüero cantó y rompió tal bulliciosa armonía entre las gastadas y arrugadas ramas de un viejo molle. Allí fueron testigos toda la flora y fauna reinantes del más puro y sincero juramente de amor: dos jóvenes amantes, protagonizaban el más tórrido romance; el suyo era un amor prohibido por la oposición de sus padres. Se juraron amor eterno, ahora, aquí en la tierra e incluso después de la vida, en el mundo de los muertos. Decidieron escapar del pueblo, lejos, donde no los pudiesen buscar ni encontrar. 

Desde la cima más alta donde se escondieron entre los montes, se podía divisar el río grande,  los riachuelos y un camino ancho y serpeante que atravesaba un llano rojizo y distante y se perdía entre las colinas que parecían no tener fin. 

–Mañana iremos por el camino viejo. Por allá iremos – dijo el hombre, mientras la estrechaba entre los brazos y señalaba la senda que habían de recorrer, hacia el sur, muy hacia el sur… 

No tardó en hacerse la noche; oscureció la faz de la tierra y un silencio sepulcral les hacía saber que ya la tierra misma dormía. Repentinamente, el ulular de algunos búhos inquietos y el cric cric de los grillos llaneros interrumpían el mutismo.

 El viento nocturno silbaba entre las rocas y los montes. Se acostaron los amantes religiosamente bajo el viejo molle. El fuego se encendía  en sus cuerpos. Se miraron y se acariciaron con deseo, y el color se hizo más intenso en sus mejillas tostadas. Las llamas multicolores, sus cuerpos desnudos, senos de maíz, cabellos que volaban con el viento; se estrujaron contra la tierra y las piedras,… y un grito de gozo, y otro, casi un aullido de placer… El amor era como los volcanes: se encendía… ardía… y ¡explotaba!

Llegada la media noche, se asomaba  la Luna plateada y pura allá arriba, en un cielo despejado y lleno de   estrellas. El hombre se irguió, abrigose y emprendió camino hacia el pueblo: debía volver por dinero ¡a la casa de sus padres!, ya ancianos. Caminó casi por inercia por los senderos alumbrados por la luna. La noche era tranquila y el camino ligero. Todo parecía estar dormido, en silencio. Al llegar al pueblo, se dirigió a la casa paterna. Caminó lentamente, tanteando como los zorros cada movimiento, cada paso. Llegó hasta las gradas de la marca, subió y empujó la puerta con cuidado. En la oscuridad del aposento, tanteó con las manos hacia un lugar y otro, durante unos minutos, y encontró lo que buscaba: un pequeño cofre lleno de dinero. Lo abrió con cuidado. Guardó el dinero en los bolsillos, dejó escapar un último suspiro, como aliviado de una carga pesada y encaminó los pasos hacia la puerta; pensó estar a salvo. Un sudor helado le pasó por todo el cuerpo, como si en ese instante el alma se le saliera del cuerpo.

Los padres dormían en el primer piso; oyeron pasos y ruidos extraños . El viejo se levantó de la cama, sin decir palabra alguna; salió del dormitorio, cuidadosamente. Cogió un hacha, enorme, filuda, lustrosa. Subió a la marca, despacio. Se ubicó en la parte más oscura, a un lado de la puerta, y, cuando el hombre salía, de un solo golpe le partió el cráneo en dos mitades.

La sangre salpicó al rostro del anciano y el cuerpo del ladrón rodó por los peldaños y llegó hasta el piso empedrado del patio. En ese instante, los perros del pueblo alborotaron a todos con sus aullidos, sus pelos se erizaron y parecían quejarse y revolcarse de dolor y espanto.

Luego, el anciano volvió a bajar, ingresó a tientas a la habitación del dormitorio y salió con una vela encendida. Limpió la sangre del rostro del cadáver, que yacía todavía caliente, y descubrió a su hijo. Su cuerpo yacía inerte y un hilo de sangre recorría por la negra tierra.

Avanzada la madrugada, doblaron las campanas, el pueblo se reunió y velaron el cuerpo del hombre durante el día, mientras ella, preocupada por la demora, subió a la cima más alta de la colina; desde allí, pudo ver los movimientos extraños de los pobladores y oía los aullidos de los perros. Tuvo presentimientos y presagios; sintió gran pesadumbre. Hacia el atardecer, vio el cortejo fúnebre: mucha gente salía del pueblo con dirección al viejo cementerio.

–Habrá muerto alguien… hay tanta gente allá abajo…. por eso él tarda mucho en volver. ¿Quién será?– pensaba. No pudo imaginar lo sucedido; sin embargo, sintió en el pecho un dolor, profundo; se sintió fatigada, sin esperanzas, y tenía hambre. Pensó en volver al pueblo antes de que anochezca.

–Será mejor que espere un poco más– se dijo a sí misma. Veía desde allí arriba aquellos puntitos negros, que hormigueaban e iban avanzando, lentamente, lamentándose, llorando al difunto y con el cajón sobre hombros.

El cortejo llegó al panteón; enterraron el cadáver  en una profunda fosa. Lo despidieron con música, triste. Ella, desde la cima donde permanecía pudo ver que un hombre que llevaba poncho y la cabeza cubierta  avanzaba tras el cortejo, guardando cierta distancia. Cuando el cortejo hubo terminado, todos volvieron al pueblo al ritmo de la música y el hombre emponchado se acercó a la tumba y lloró largamente, gimió de dolor, de espanto, de pena y desesperanza. Luego, cuando los últimos rayos solares iluminaban las inmensas llanuras, se irguió y enrumbó el camino hacia su amada. Caminaba a prisa, cada vez más rápido. Sus pasos eran ligeros, como si caminara sin tocar tierra. Ella lo vio avanzar. El sol se ocultaba, ya todo se iba cubriendo de sombras, excepto la llanura: los últimos rayos del sol rozaban, pálidos, el lugar por donde caminaba el hombre, para reencontrase con ella: su eterna amada.

Luis Alberto Medina

2 comentarios:

Anónimo dijo...
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