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miércoles, 28 de enero de 2009 | By: Luis Alberto Medina Huamaní

VIOLENCIA POLÍTICA Y REPRESENTACIÓN DE ESPACIOS EN RETABLO DE JULIÁN PÉREZ



LO PÚBLICO / LO PRIVADO Y LAS IMÁGENES DE LA LITERATURA ANDINA: VIOLENCIA POLÍTICA Y REPRESENTACIÓN DE ESPACIOS EN RETABLO DE JULIÁN PÉREZ[75]

Luis Alberto Medina Huamaní
Universidad Nacional Federico Villarreal

”... ¿la luz nace frotando hueso contra hueso, hombre contra hombre, hambre contra hambre...?”
Octavio Paz


1. Retablo y las imágenes de la literatura andina

Julián Pérez[76] (Ayacucho, 1954) es un escritor de reconocida trayectoria narrativa en nuestro país; específicamente dentro del marco de la narrativa con referente andino. Sus obras gozan de cierto prestigio entre los estudios de la literatura peruana actual[1]. Ha publicado las siguientes obras: Transeúntes (1984), Tintanka (1989) y Papel de viento (1998), en cuento; Fuego y ocaso (1998), Retablo (2004) y El fantasma que te desgarra (2007) , en novela; Retablo es el texto del que nos ocuparemos en las próximas líneas. Además, tiene una novela inédita: Enseñarte el secreto.

Pérez ha abordado el referente andino desde diferentes perspectivas. Los cuentos de las obras citadas muestran temas rurales, anécdotas humorísticas, de denuncia social y, sobre todo, destaca el tema de la violencia política en los Andes. Marx R. Cox lo caracteriza como uno de los escritores más importantes de la llamada literatura de la violencia política: “Merece señalar el aporte significativo de Julián Pérez, quien ha centrado su producción narrativa en dos áreas relacionadas, conflictos socioeconómicos en la sierra y la violencia política, y ha publicado doce cuentos y una novela sobre la violencia política” (2004: 75).
Cox hace referencia a la novela Fuego y ocaso. Actualmente son tres las novelas de Julián Pérez sobre la violencia política, puesto que Retablo y El fantasma que te desgarra también abordan este tema tan importante que predomina en la literatura actual –como veremos más adelante– pero con un estilo más logrado que supera a la primera en muchos aspectos.
Lo que intentamos aquí es evidenciar la emergencia de una nueva literatura, surgida hacia los años 80, cuya temática predominante –no la única, por cierto– es la violencia política, y caracterizar Retablo como la novela más lograda y acaso la más representativa de este nuevo periodo.
El retablo es una de las expresiones artísticas de mayor renombre en el arte popular ayacuchano. Pese a remontar sus orígenes a motivos religiosos, a partir de los años setenta los cambios en su focalización son cada vez más notorios. Con la reforma agraria y, posteriormente, con las crisis socioeconómicas y políticas encauzadas por Sendero Luminoso, y agravadas por las fuerzas paramilitares, el retablo ayacuchano sirvió como un medio de protesta y testimonio, reflejando y escenificando estos continuos dislates y cambios sufridos en los sectores rurales más marginales del Perú. Así, Retablo, paratexto de la última novela de Julián Pérez, es una compleja metáfora expuesta en múltiples registros, que, en tono notablemente autobiográfico y con un lenguaje muy bien logrado –como se afirma en la contratapa de la edición que tenemos en manos[77]–: “incluye en su rico lenguaje y compleja estructura, el mundo andino en sus diferentes facetas y su interacción con la costa y el contexto nacional”.

La novela, en su conjunto, es la historia de una familia que lucha, en la secuencia de tres generaciones, contra los abusos y despojos de los terratenientes y poderosos. El tema de la reforma agraria durante el régimen militar de Velasco Alvarado es más que evidente, así como la incursión de Sendero Luminoso. En un diálogo establecido entre Fausto Amorín, el hacendado más desnaturalizado, y su abogado, podemos leer lo siguiente: “Así son los indios, Fausto. Que ni te extrañe y lo que defienden es el atraso, la ignorancia, la suciedad […] así son, así fueron y así serán, como dice el preclaro Porras Barrenechea: Indios de usos bárbaros y escaso cerebro” (p. 59). La única opción para superar esta lucha desigual contra el contexto injusto es la educación; así, los padres del personaje principal, Manuel Jesús Medina, se obstinan con autoridad severa en educar a sus hijos. Al final lo logran, pero el precio será demasiado caro: Grimaldo Medina, el mayor, seducido por la filosofía “revolucionaria” de Sendero Luminoso, finalmente encontrará la muerte durante los enfrentamientos con los militares. Esta salida por la que opta Grimaldo estará justificada precisamente por la violenta desigualdad social, los abusos constantes y seculares impartidos por los de la clase alta y terrateniente:

Al final de una de esas reuniones, borrachera mediante, Grimaldo […] supo la verdad de Celestino Pacheco, en su voz creyó poseer la verdad de Pumaranra, la verdad de Ayacucho, la verdad del Perú y supo que el Perú nunca se había jodido por culpa de los pobres, que pronto […] la voz de la clase hará marchar al Perú por la senda adecuada, dentro de una historia de transformación”, “Claro que todo empezará por derrumbar el poder local, tendrán que caer muchos Fausto Amarines […] ya no se reiterará el llanto de un tal Néstor Medina (padre de Grimaldo), de un tal Rosendo Maqui (296) –nuestra la cursiva.

Es claro que en la novela se expresa un homenaje a intelectuales de la dimensión de José Carlos Mariátegui, Ciro Alegría y José María Arguedas; el personaje central recuerda con insistencia, al volver, de la capital limeña, a “la ciudad de las 33 iglesias, con la promesa incumplida de volver pronto” (p. 1) y tratar de despejar la verdad sobre el final de su hermano, los momentos felices de su infancia: “En Chunchu, luego de extender el agua de riego en todos los pampones de alfalfar […] me tiraba de panza a la sombra de los enormes y coposos árboles que daban sombra enredando. Allí leí, pasmado de curiosidad, El mundo es ancho y ajeno, Los ríos profundos y un hermoso libro de cuentos de un escritor realista francés […]” (p. 124).
Y el padre, Néstor Medina, recuerda cómo leía para sus hijos y Escola, su mujer, “las páginas de ese libro […] cuyo título anunciaba un mundo ancho pero ajeno, o ese otro […], siete ensayos que provocó tamaño desgalgadero [la decisión final de Grimaldo]” (p. 322).

A partir de los fragmentos citados y de muchos otros presentes en el texto, podemos afirmar que, aparte del homenaje tácito a los intelectuales ya mencionados, el autor responde a quienes plantearon y aún plantean que el atraso del Perú y su falta de integración es debido a la ignorancia e incultura reinantes en los pueblos andinos. Entre ellos encontramos a Porras Barrenechea, parafraseado por uno de los secuaces de Fausto Amorín; a Congrains y, sobre todo, aunque no se le menciona directamente, salta a la vista el nombre de Mario Vargas Llosa, quien en Lituma en los Andes (1993) –paradójicamente galardonada por el Premio Planeta de España–, y en muchos otros medios de circulación internacional, sostiene, por ejemplo, que la incursión de Sendero Luminoso en el País se debió a la ignorancia de los indígenas, quienes según se deduce de la novela en mención, aún practican usos y costumbres bárbaros, como los sacrificios humanos y el canibalismo; todo esto con la supuesta finalidad de aplacar la ira de los dioses tutelares. Por otro lado, es importante recalcar que Vargas Llosa ha dicho, en más de una oportunidad, que solo se puede hablar de sociedades integradas en aquellos países donde la población nativa es escasa o prácticamente inexistente. Al respecto, su detractor principal y más radical es Tomás Escajadillo[78].


Antes de acercarnos a nuestro objetivo, debemos recordar que, cuando en 1994 Tomás Escajadillo, acaso una de las personas más autorizadas para hablar de la literatura indigenista y neoindigenista, se ocupa de la narrativa con referente andino publicada después de 1971, menciona a un grupo de autores que comienzan a publicar a partir de 1980, entre ellos a Félix Huamán Cabrera, Óscar Colchado Lucio, Hildebrando Pérez Huarancca, Enrique Rosas Paravicino, Julián Pérez Huarancca, Zein Zorrilla, y otros, catalogados todos con el acápite de los últimos neoindigenistas.

Sin embargo, existe todo un consenso sobre la emergencia de una literatura nueva llamada andina; surgida en el contexto sociopolítico de la guerra interna a partir de 1980. Aunque la nominación andina aún está en cuestión, hay muchos debates y propuestas por definir qué es lo andino y qué lo indígena, como una clara muestra de la necesidad de replantear y redefinir estos conceptos. Lo que también está en cuestión es si esta narrativa es la continuación de la indigenista y neoindigenista, respectivamente, o si por el contrario, es la superación de ambas. Lo único claro es que, al igual que la novela indigenista[79], la novela andina es heterogénea social, cultural y lingüísticamente; añadimos esto último porque los registros del castellano andino van cambiando de acuerdo al sujeto enunciador y el lugar de la enunciación. En ella, se exponen las imágenes de la realidad histórica y cultural conjugada con la ficción propia de todo discurso literario, a partir de diversos temas y desde múltiples perspectivas. Podemos afirmar, entonces, que no hay una sino muchas literaturas andinas.

Para concluir esta parte introductoria, diremos que los autores mencionados líneas arriba –y todos aquellos que pertenecen a esta generación– merecen un espacio propio como representantes de la narrativa andina, y ya no neoindigenista. Y, Retablo no es solo una muestra más de toda la saga que sin duda ya se viene imponiendo; es, ante todo, una novela fundacional que finalmente llena los vacíos y las carencias de sus antecesoras, y trasciende a toda expectativa por sí misma. El autor presenta en ella la realidad del mundo andino, con una clara intención desindigenizadora; nos permite conocer la vida del hombre que lo habita, sus peripecias e infortunios provocados por la desigualdad de la estructura socioeconómica y las diferencias culturales, su cosmovisión y su relación con el campo y la naturaleza, los atropellos de las clases políticas y terratenientes, y su continua interrelación con el mundo urbano. En otros términos, para Julián Pérez, ya no se puede hablar de lo que en su momento fueron para Arguedas y Alegría las comunidades indígenas, donde se denunciaba, desde afuera, los principales problemas causados a los indios. Se trata, más bien, de lo que acontece al hombre andino, a los runas, desde sus comunidades y pequeñas aldeas andinas; es decir, a través de diversos medios de representación, como la narrativa en este caso, se enfoca el problema del hombre andino actual, desde adentro, desde su propia comunidad.


2. Lo público, lo privado y el espacio social

Si observamos nuestra historia durante las dos últimas décadas del siglo XX, veremos que 1980 fue un año marcado por dos acontecimientos de crucial importancia: por un lado, se recupera la democracia con la elección de Fernando Belaunde Terry (1980-1985), luego de una sucesión de gobiernos militares por poco más de una década; y, por el otro, Sendero Luminoso inicia sus acciones armadas con la quema de las ánforas electorales en Chuschi (Ayacucho), cuyas consecuencias fueron catastróficas a partir de entonces.

Nos interesa particularmente la literatura de violencia generada a partir de este contexto sociopolítico. Por ejemplo, dentro del marco de la narrativa literaria peruana última con referente andino (entiéndase entre las décadas del 80 y 90), se ha generado una especie de “miniboom” en cuanto concierne a la época del terrorismo en el Perú, en la medida en que surgen numerosas producciones narrativas (novelas, cuentos y relatos breves) que escogen como referente o eje central de su discurso la violencia política (o llámese conflicto armado interno, guerra sucia o terrorismo)[80], como una forma de protesta y cuestionamiento a los problemas generados por militantes del Partido Comunista del Perú Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas y Policiales del Estado, principalmente.

Para Cox, la narrativa peruana sobre la violencia política desde 1980 contiene una gran diversidad de temas y escritores; pero una de sus corrientes más importantes se nutre de la tradición indigenista y se asocia con el surgimiento, en los años 80, de lo que se llama la narrativa andina. Esta narrativa forma parte de una larga tradición que tiene sus raíces en una literatura altamente política que incluye las crónicas de la Conquista y del período colonial, así como la narrativa indigenista, neoindigenista y andina. Por lo demás, Cox da cuenta de un conjunto de informaciones bibliográficas sobre cuentos y novelas, cuya temática es precisamente la violencia política:
“Cuando publiqué una antología sobre el tema de la violencia política (El cuento peruano en los años de violencia, 2000), había podido juntar un corpus de más de 100 cuentos y 30 novelas publicados por 60 escritores. Tres años después el número ha crecido bastante, con 192 cuentos y 46 novelas publicados por 104 escritores, y eso ni incluye varias obras inéditas” (2004: 67).

Este trabajo, resultado de una rigurosa investigación, es sumamente valioso. De este modo, Mark R. Cox contribuye con la motivación para que puedan hacerse más trabajos de investigación sobre el tema, puesto que hasta hoy muchos títulos y autores nos resultan del todo desconocidos debido a la falta de información e investigación, y principalmente, al canon centralista y metropolitano[81].

Para analizar y entender cuáles fueron los móviles y bajo qué presupuestos son creadas las narrativas de la violencia política, es necesario tener en cuenta dos aspectos muy importantes. Primero: la obra literaria es un discurso social; y, como todo discurso, resulta ser una interpretación de la realidad a la que representa; es decir, una interpretación del referente real. Además, la obra literaria en cuanto discurso, busca un efecto pragmático y de este modo cumple un determinado rol en la sociedad. Compartimos, entonces, lo siguiente:

Los discursos […] no son sólo formas de organizar las historias, no son sólo palabras que quedan en palabras. Los discursos no son inocentes y, es más, son instancias que luchan no sólo por el espacio de la palabra, sino por el espacio del poder. En este sentido, lo que existe detrás de todo discurso es un autor implícito, un constructor de lo textual destinado a mover los hilos del relato para conseguir un efecto, una persuasión […], una manipulación perlocutiva (Terán, 2005: 111).

Y, como las representaciones discursivas sobre el fenómeno de la violencia política son heterogéneas social, política y culturalmente, hay que ubicar el lugar desde dónde se enuncia el discurso, quién lo hace y qué actitud toma el enunciador frente a este problema; porque, como dice Víctor Vich: “…cada lugar de enunciación, cada práctica simbólica, construyó una determinada imagen de lo que creía –o cree– que es el país y cada una de ellas se ha esforzado por intentar persuadirnos de sus fundamentos y de su ‘verdad’” (Vich, 2002: 12).

Las representaciones sobre la violencia política son, entonces, diversas y hasta contradictorias. El mismo presupuesto podría aplicárseles a las diversas representaciones de la novela andina peruana contemporánea. Puesto que los autores focalizan sus discursos desde diversas perspectivas y sus juicios, actitudes valorativas e interpelaciones en cuanto agentes sociales serán según la posición social donde se ubiquen. Por ejemplo, en Rosa Cuchillo (1997) de Óscar Colchado, el autor implícito se ubica en la posición de las víctimas, y su focalización está destinada a demarcar las diferencias y el total hermetismo que conlleva a la total exclusión mutua entre lo andino-hermético y lo occidental[82]. Lo mismo ocurre con Candela quema luceros (1987) de Félix Huamán Cabrera, este se ubica también en la posición de las víctimas e interpela al Estado-Nación criticando la actitud racista, genocida y totalmente excluyente; dicha actitud se manifiesta a partir de los representantes del orden y la seguridad, las Fuerzas Armadas, quienes están al servicio de los opresores antes que del pueblo desposeído y victimado. En cuanto a Retablo, el autor se ubica en una posición marginal, límite, entre la comunidad andina y el mundo occidental, entre la tradición y el mundo moderno. Pero esta posición no le impide cuestionar, criticar e interpelar al Estado-Nación por sus constantes fallas estructurales.

En segundo lugar, es necesario conocer cómo incursionan los subversivos en las comunidades campesinas y para ello hay que estudiar antes los diversos espacios en los que se mueven los actantes del mundo representado en la novela. Con este objeto, usaremos como marco teórico la noción de “espacio social” estudiada por Fiona Wilson (1999) quien toma los planteamientos teóricos sobre diversos tipos de espacios de Henri Lefebvre (The production of space, 1991) para analizar la naturaleza de la violencia política en Perú y Guatemala.

A nosotros nos interesa, en particular, lo referente al espacio social y al espacio dicotomizado [o los espacios dicotomizados]. Veamos: la noción de espacio, en primer término, está ligada estrictamente a otra noción: el territorio. A partir de esta relación conceptual se ha venido estructurando nuevos significados con connotaciones políticas, sociales y culturales. Entonces, ya no hablamos de espacio geográfico y espacio territorial, sino de constructos sociales de carácter dinámico y productivo: cuando un grupo de personas se organizan dentro de un determinado espacio geográfico, automáticamente se ha creado otro espacio: el espacio social; cada sociedad, cada organización social crea su propio espacio, con sus propias ideas, costumbres y culturas; su propia configuración y dominio de escenarios naturales y sociales. He aquí lo que es el espacio social (véase Wilson, 1999: 12).

Cuando un espacio social entra en contacto con otro, esta relación es por lo general tensiva y hasta violenta. Por ello, cuando el Estado-Nación, que tiene su propio espacio social, trata de imponer su soberanía en todo el territorio nacional, se genera una “superposición de espacios sociales” (Wilson, 12), porque es incapaz de destruir y aniquilar “formas y representaciones preexistentes del espacio social”.

Además, cuando el Estado-Nación crea su propio espacio, este tiene que ser de acuerdo a sus propios requerimientos e intereses. De este modo, el Estado genera espacios de “represión” cuando lo juzga pertinente. Wilson dice al respecto: “De acuerdo a la visión de Lefebvre sobre la historia […] la imposición de soberanía de parte del Estado es siempre violenta” (13). Cuando esto ocurre, cuando el Estado finalmente impone su soberanía, se produce un nuevo espacio, un ‘espacio abstracto’, cuya meta final es tan obvia como utópica: la homogeneidad. Para lograrlo, el Estado se apoya en todo tipo de recursos que al final resultan violentos; y, esta violencia será encubierta mediante construcciones discursivas como la democracia, el consenso nacional, la hegemonía, el desarrollo, etc.; pero, lo sabemos, el espacio social del Estado no es nada homogéneo, y sabemos también que la idea de espacio nacional uniforme e igualitario no es más que una construcción discursiva política que ha creado el Estado para ejercer mejor su soberanía.

Es precisamente en este espacio abstracto donde surgen grupos subversivos que se resisten y pretenden romper las viejas relaciones políticas y sociales para imponer su propio sistema, puesto que el Estado-Nación ha fracasado en su proyecto de homogenizar el espacio social que autoproclama soberanía suya:

En este espacio, emergieron los desafíos revolucionarios organizados contra el orden estatal, ganando simpatía y apoyo popular […]. En Perú y Guatemala, se puede argumentar que fue el racismo de la sociedad post-colonial junto con la negligencia del Estado con respecto a sus provincias indígenas, las que permitieron que la subversión localizada se transforme en guerra civil (Wilson, 15).

Nadie más cerca de la verdad que Fiona Wilson. Efectivamente, el gran ausente en las comunidades campesinas de los Andes y de la Amazonía peruana es precisamente el Estado-Nación. Los senderistas supieron aprovechar esta ausencia para buscar simpatía y conseguir adeptos ansiosos de cambiar el orden, la jerarquía del sistema estatal y aniquilar la desigualdad social. Diacrónicamante, esto resulta también otra utopía, un imposible, puesto que el espacio social que se pretende instaurar está tan contaminado como el que se quiere eliminar.

En el mundo o universo representado de Retablo, en el marco de referencia interno, diferenciamos entonces dos tipos de espacios: el espacio social, en el que se mueven los comuneros y campesinos de las comunidades de Urankancha, Pumaranra y Paras, por un lado; por otro lado, el espacio abstracto, el espacio que es un producto de la imposición de soberanía nacional. El espacio social, el primero, está directamente en relación con lo privado; es decir, con la esfera de la vida privada; y el espacio abstracto con la esfera de la vida pública, puesto que representa al Estado-Nación. Jefrey Gamarra, tomando los planteamientos de Habermas dice: “La esfera de la vida privada está constituida por la familia, mientras que la esfera de la vida pública están constituida por las redes de comunicación…” (Gamarra: 1999) –por la opinión pública y la participación ciudadana, en otros términos.

En la novela, Sendero Luminoso y su incursión en la vida de los campesinos y comuneros está representado por Antonio Fernández, un profesor de la universidad San Cristóbal de Huamanga. Este se viste –se disfraza– de hombre “común” y asciende a la comunidad de Pumaranra, presentándose a sus pobladores, ocasionalmente, como alfabetizador y veterinario. Su misión es simple pero contundente: infiltrarse entre los poblanos e inspeccionar el campo de acción para comenzar a instruir sobre la lucha armada y el fin de los ricos y poderosos. Luego de un consenso a causa de su llegada, Antonio Fernández será expulsado por los poblanos, puesto que estos sienten que están invadiendo su esfera privada, porque –reiteramos– esta esfera está constituida por la familia, y la familia, en el mundo andino, la constituye la comunidad entera como una colectividad individual. Sin embargo, Antonio Fernández retornará en el momento menos pensado y se infiltrará tanto en la vida comunal que no sabrán ya cómo hacerlo a un lado: “Allí estaba él, no sólo como asistente sino como invitado especial para ocupar la mesa directiva del barrio […] Había empleado el tino adecuado para disimularse convenientemente preocupándose en lo que más necesitaba Pumaranra y todos sus barrios, de modo que nadie me prestó oídos ni nadie me entendió nada” (138-149).

Como se ve, el narrador-personaje, Manuel Jesús Medina, se lamenta porque nadie pudo adivinar las intenciones verdaderas del intrépido Antonio Fernández: “de saber que años más tarde sembraría cataclismos en Pumaranra hubiese convencido a mi padre […] para dejarlo allí donde agonizaba, luego que el animal cimarrón al que lo montaron lo coceara y lo tumbara hasta desmantelarle las mandíbulas[…]” (36).

y más adelante leemos:

Un forastero no debe comerse la cabeza de nuestros jóvenes como gatos de monte que se chupan los sesos de las aves de corral… es que desde que el lamberto [Antonio Fernández] se reúne de domingo en domingo con los más jóvenes […] mis hijos ya no quieren ni vivir en mi casa, todo lo ven seguir sus consejos, como si de pronto hubiesen comprendido que ese hombre es su verdadero padre […]. Me asusta que enseñe a los muchachos costumbres y hábitos tan raros como si se preparan para soportar aluviones por venir […] (143).

De este modo, el narrador nos permite conocer los movimientos y las estrategias tomadas por los senderistas para engatusar y concientizar a la juventud. Además de los senderistas, hay otro grupo social que causa el desequilibrio, que viola constantemente los espacios sociales de los campesinos y comuneros; los notables; los gamonales poderosos con quienes se enfrentan constantemente, para lograr su propia supervivencia y la de su familia. De este tipo de conflictos nos ocuparemos en otra oportunidad; sin embargo, vale recalcar que, es un factor fundamental que genera el otro tipo de espacio que nos interesa.

3. Los espacios dicotomizados

Visto ya la naturaleza y constitución de los espacios sociales y la superposición de los mismos, pasamos en seguida a observar los espacios de acción –es decir, las llamadas “zonas liberadas”– creados por los movimientos subversivos. En este caso ocurre un hecho muy singular: los insurgentes tratan de arrebatarle al Estado-Nación territorios que se llamarán luego ‘zonas liberadas’; sin embargo, le arrebatan a las comunidades su derecho a organizarse, su derecho de producción y de desarrollo, en fin: su libertad; se autoproclaman sus protectores e imponen sus propias reglas. Los pobladores deberán someterse a las mismas; de lo contrario, serán condenados a muerte por ser “inconsecuentes” con una causa revolucionaria que no es suya. Por su lado, el Estado-Nación trata de recuperar su soberanía “usurpada”; para esto declara “zonas de emergencia” a aquellos espacios que pretende “recuperar”; aquí, los derechos humanos ya no tienen ninguna vigencia y todos se convierten en sospechosos. De este modo, el Estado-Nación, a través de sus instituciones, ha fomentado a la creación de otros espacios opuestos: los espacios dicotomizados (Wilson: 19).

El Estado, en este caso, construye un discurso para cada espacio: un espacio será el civilizado y patriótico; el otro, el espacio salvaje y subversivo. Los hombres de acción se agrupan en dos bandos: los patriotas y los guerrilleros. Este nuevo conflicto entre espacios genera malestar entre los comuneros afectados: ellos se ven obligados a tomar parte de uno u otro partido; y no hay una posición intermedia entre ambos frentes, puesto que de ser así, en uno u otro bando la víctima siempre será victimada; es decir, en cualquier caso, será tomada por sospechosa y traidora; y en el Perú de los años de la violencia política, cualquier ciudadano común tomado por sospechoso fue sistemáticamente torturado y, en el peor de los casos, hasta desaparecido (Wilson, 1999; Vich, 2002).
A causa de esta nueva disputa de espacios entre los subversivos y el Estado, se producen desplazamientos masivos de comunidades enteras hacia otros espacios, sean a ciudades capitalinas o a vecinas comunidades. Por esta razón, el narrador-personaje se verá obligado a huir, a desaparecer de Ayacucho, puesto que sus parientes se ven implicados directa o indirectamente con los subversivos. Por un lado, su hermano mayor Grimaldo Medina, se convierte en un senderista; lo cual trae consecuencias nefastas, porque el espacio privado, la familia, se verá afectada y vulnerable, correrá peligro en todo momento:

Alguna vez hasta quisimos cambiarnos de nombre o de apellido, sólo por evadir los riesgos que nos cercaron por más de una oportunidad, pero eso es sencillamente imposible. Otras veces, reflexioné en lo que hizo de su vida mi par, y no le concedo razón alguna; pero hay instantes en que le doy toda la razón del mundo (260).

El narrador-personaje le concede razón al hermano perdido por una causa muy justificada, la violencia estructural de los espacios sociales, los constantes enfrentamientos, las luchas desiguales con los gamonales y principales. Por otro lado, Néstor Medina, el padre del personaje, ha heredado de su padre, Gegrorio Medina, el carácter de luchador insaciable en favor de su comunidad. De tal modo que los Medina serán acusados e indicados por sus poderosos enemigos como revoltosos, y esto funciona como un ajuste tardío de cuentas –porque los gamonales se aprovechan de la coyuntura violenta entre los senderistas y los agentes contrasubversivos. Por eso, Néstor Medina tendrá que enfrentar la persecución injusta de los militares y soportar la traición de un pueblo que antes lo respetó y admiró por sus hazañas contra los gamonales. Al final morirá en el abandono, sin pisar su casa en Ayacucho o Pumaranra, aún huyendo de la persecución infundada de los militares. Estos acontecimientos han generado desconfianza y desconcierto en todas las comunidades. Por ello, cuando el personaje asiste a los funerales de su padre, mucho tiempo después –ya en tiempos de paz: 1999, según se deduce del texto)– todavía hay recelos y resentimientos: “Abracé a los pocos compadres y ahijados de mi padre que con valentía lo acompañaban […] luego del entierro, hecho más o menos disimuladamente porque entonces se podía notar ojos furtivos y oídos muy abiertos, casi con las mismas retorné a Lima […]” (347).

Para finalizar, diremos que el espacio dicotomizado ha generado enfrentamientos en el interior del espacio social privado y, en el caso de las migraciones, ha generado problemas de identidad y conflictos entre lo público y lo privado, entre la tradición y la modernidad. En la diégesis, el narrador-personaje será la representación de lo moderno, porque como afirmamos en la parte introductoria, este será empujado a la modernidad a través de la educación y la cultura, porque sus padres consideran que será el único medio de enfrentarse al poder y frenarlo. Pero al final se ha producido un conflicto interno, un conflicto identitario. “De tanto rodar por el mundo, siento haberme convertido en una suerte de burro cimarrón que huye de la manada […]. Estoy convencido hoy más que ayer que soy un impenitente desarraigado que no puede hallar paz y consuelo si no es con su fin corporal” (338) y “Transitando días de desarraigo, una y muchas veces, he perdido la identidad, a no ser que la identidad sea un péndulo, una fugaz instancia como la existencia misma” (348).

Su contraparte, la representación metafórica de la cultura andina, de la tradición y el espacio social privado del que se dejó auto exiliar el narrador, es Adelaida, una mujer ya madura, viuda a causa del conflicto, víctima del espacio dicotomizado; con quien el narrador-personaje ha vivido tórrido romance en sus días de mocedad y esta vez lo han revivido con una pasión frenética. Adelaida hará todo lo posible para hacer que Manuel Jesús se quede a vivir por el resto de sus vidas junto a ella, pero será en vano cualquier tentativa. Éste ha perdido su identidad, ha tocado las puertas de la modernidad y se ha aniquilado como ente poseedor de una cultura y una tradición que pertenece al mundo occidental:

Adelaida ha derramado lágrimas salobres pretendiendo convencerme para que me quede a pasar mis días de otoño a su lado, cuando supo que yo soy un hombre solo [divorciado], como en mis años de infancia. […] ni ella ni nadie podrá ya domar al animal mostrenco que hay en mí. […] Pero Adelaida tiene piel de utopía, no se da por vencida (348).

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