Fuimos amantes furtivos durante dos años. Ella bailaba con fiereza, hablaba de música con frenética pasión; pero lo que nunca pude olvidar es su risa alegre y su entrega apasionada, desenfrenada, al hacer el amor. Esto último, hay que decirlo, es poco común en una sociedad todavía conservadora y llena de tapujos y prejuicios absurdos y casi surrealistas.
Nos conocimos una tarde. Viajaba yo en una de esas combis asesinas. Abstraído con la lectura de La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera, no había notado que desde el otro lado, alguien me observaba con cierta fruición. Era más joven que yo, bella. Como una de esas muchachas de tu película favorita. Le pregunté si conocía a Kundera. Me dijo que sí y agregó que se llamaba Mariela. El arrobamiento entre ambos fue inmediato.
Poco tiempo después de haber intercambiado palabras, miradas y gestos, ya nos habíamos gozado el uno del otro, como si de toda la vida se tratara. Nos bajamos de la combi, cogimos un taxi y nos volvimos al centro de Lima, a tomarnos un café. Desde entonces, nunca más nos separamos, hasta que un día ella desapareció de la faz de la tierra, como por arte de magia: tal como había llegado
Muchos
meses después, como si nada hubiese pasado, me escribió intentando averiguar
qué era de este pobre barro enamorado a quien ella decidió abandonar como a un
perro pensativo.
- ¿Qué ha sido de usted en mi ausencia? - inquiría la
ingrata.
- La extrañé, ¿sabe? -utilicé el pretérito perfecto, como
para decirle lo pasado, pasado-. Y usted se estuvo tan esquiva, tan lejana, tan
oculta...
- ¡¡Ohh!! ¡Lo siento, nene! -tal vez nunca lo sintió de
veras -Es que no quería hablar con nadie; pero ya se me quitaron las ganas.
-¿Por qué de pronto? Ahora sé que usted siempre ha sido para
mí un bien esquivo -ahora lo sabía yo.
-¡Es usted tan poético!
-Soy un hombre enamorado que escribe; porque se le fueron a
usted las ganas de hablarle a este pobre barro.
-De veras lo siento; pero cuénteme, ¿cómo ha estado? ¿Qué ha
hecho en mi ausencia?
-He estado muriendo la vida; he estado viviendo la muerte;
porque, ¿sabe?, este barro necesitaba la mano amiga de un corazón solidario que
le aplaque las llamas que arden y consumen el alma como los siete infiernos que
son de este mundo universo - le asesté, directamente en el corazón, para que
sepa de una vez, que los hombres también tenemos nuestro orgullo de macho que
se respeta.
-¡¡Oh, por Dios; me matas!! - Cayó redonda.
-No se me muera usted, viva por mí; viva usted para ser
feliz con las ardientes llamas del amor que le llegará un día.
- No quiero llegar yo a esa cosa tan ardiente: me puedo
quemar- dijo ella.
- No, mujer -refuté, raudo. Un vaho repentino invadía la
atmósfera-. Solo se queman los que no saben amar - rematé-. Se queman hasta
quedar inertes.
Le deseé buena suerte. Los días de uno pasan; y
uno se queda con la certeza de que -aunque se diga lo contrario- cada amor
vivido, por fugaz que haya sido, siempre es una historia feliz que jamás se ha
de repetir... y lo mismo ocurre con los que vendrán el en futuro... pero esta es apenas una historia que acaba de empezar.
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